Angel Andrés Jiménez Bonillo, licenciado en Filología Hispánica y profesor en el Colegio Maravillas de Benalmádena (Málaga), las ha pasado canutas. Tiene 33 años, arbitra partidos de fútbol base y todos los fines de semana se preparaba a conciencia para recibir un chaparrón de quejas desabridas, insultos feroces y broncas. Incluso le han partido la cara. «Hace unos años, un energúmeno saltó de la grada y me agredió; me dejó noqueado en el suelo», recuerda. Estaba pitando un partido de juveniles. Los médicos le tuvieron que atender ahí mismo, tendido sobre el césped. «Lo gordo es que los chavales se habían portado divinamente», apostilla.
Pese a todo ese currículum, Ángel Andrés prefiere evocar otra anécdota, menos truculenta pero quizá más reveladora. Un día le tocó arbitrar un partido de cadetes. Acabó 3-2. Fue un encuentro bonito, disputado y emocionante, pero en absoluto violento. Al pitar el final, se acercó a saludarle un futbolista del equipo derrotado. «Enfilábamos ya el camino de los vestuarios cuando el chico vio cómo su gente, los aficionados de su propio club, me estaban diciendo auténticas barbaridades. Entonces, el chaval me señaló y les gritó: ‘Un poco de respeto para este hombre’». Jiménez Bonillo agradeció el gesto, pero aquello le pareció «el mundo al revés»: un muchacho de 15 años daba lecciones de educación a un montón de adultos. «Pero eso es raro –lamenta–; lo normal es que a esa edad los chicos no tengan tanta personalidad y se dejen llevar por la actitud del público, que además suelen ser sus padres, parientes y amigos».
Las aventuras de Ángel Andrés no son especialmente extrañas. Cualquier árbitro español de categorías menores maneja una abultada hoja de agravios. El último fin de semana, en Galicia, el colegiado José Miguel Sayar Celestino tuvo que suspender el partido de fútbol siete Tomiño-Rápido de Bouzas porque una madre invadió el campo para increparle. Los jugadores apenas tenían 10 años. Otro ejemplo reciente: el pasado sábado, un futbolista del Arratia sufrió un ataque de ansiedad en el campo del SP Lutxana (Vizcaya), durante un partido de infantiles, mientras varios padres se enfrentaban y se cruzaban gruesos insultos. El muchacho, de 12 años, tuvo que ser trasladado al hospital. Finalmente, todo quedó en un susto; pero tantos incidentes merecen una profunda y urgente reflexión.
La Federación de Fútbol de Murcia emprendió hace dos años una investigación para medir la violencia verbal en categorías infantiles. Durante toda una temporada, diez informadores fueron acudiendo, por sorteo y sin previo aviso, a todos los campos. Veían el partido, anotaban lo que se decía y quién lo decía. «Hay insultos para todos los gustos», ratifica Bartolomé Molino, presidente del Comité Antiviolencia de la Federación. «Uno de los que se suelta con mayor facilidad es ‘dale fuerte’. Parece tener menos carga peyorativa que otros, pero su mensaje es realmente terrible. Animan a sus propios hijos a cometer actos violentos». Porque en esta película de terror sí que hay culpables. Los padres. «Causan el 80% de los problemas –zanja Molino–. Y, según nuestros datos, las madres son incluso más viscerales, quizá porque entienden como una agresión contra su hijo cualquier lance normal del juego».
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